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REPORTAJES

Conoce y cocina con bellotas


Por iniciativa de Ana Tablado (Mejorana - Tienda Ecológica), en los primeros días de junio se celebró en Palacios el taller “Conoce y cocina con bellotas”, empujado también por otros colectivos y con la presencia del harinero, y ponente, Nacho Alonso Climent, a su vez miembro de la Asociación del Común y de la Cofradía Ibérica de la Bellota.

En el programa se proponía el conocimiento sobre distintos tipos de bellota, sus cualidades nutricionales, secado, pelado, conservación, molienda, y el ejercicio de algunas recetas: infusión de bellota, café, pan, cocido, salteado, hamburguesa, croquetas, crema de bellota, guirlache, natillas, leche vegetal...

No es solo el interés que se ha despertado respecto a este producto silvestre en el redescubrimiento de sus valores dietéticos y su aplicación en variadas recetas consideradas “gourmet”, que se deben en buena parte al trabajo de algunos “chefs” de cocina y su incorporación al menú de restaurantes con estrellas. Igualmente, se dan otras circunstancias que nos invitan al reconocimiento de este alimento y a la recuperación de su consumo habitual y su presencia en nuestra dieta y en nuestras vidas.

Después de haber sido relegado práctica y progresivamente al consumo animal, cuesta asimilar su trayectoria histórica y la importancia que tuvo en el desarrollo de nuestras culturas y en nuestra propia alimentación como recurso “gratuito” de nuestros bosques. Distintas y abundantes citas históricas dan fe de su relevancia en el día a día de nuestros antepasados: como un regalo, o maná, que ofrecían los árboles sagrados para nuestra supervivencia, como el primer fruto elegido por el hombre para su manutención, antes de la irrupción del cereal. Como el “pan nuestro de cada día”, de larga conservación, como postre asado entre las cenizas, como ofrenda "post mortem" en nuestras necrópolis, o como ornamento en los pendientes de bronce. Se cuenta que un guerrero celtíbero podía sobrevivir varios días sin avituallamiento con un puñado de bellotas y un trozo de carne seca.

Desde antiguo, las comunidades constituyeron en torno a los frutos silvestres, los árboles y las plantas que los producían, su propia representatividad comunal, sus reservas, defensas, o dehesas, en las que convivían con los recursos más inmediatos, imprescindibles en tiempos de acosos bélicos, inclemencias, hambrunas o carencias.

Más allá de los aspectos históricos que han venido a corroborar su significativa presencia hasta no hace mucho tiempo, los análisis sobre la composición química y sus valores nutritivos resultan hoy reveladores. Se trata de uno de los alimentos más completos. Aunque su contenido es bajo en vitaminas, es alto en calorías grasas (ácido oleico, omega...), carbohidratos (almidón y azúcares), proteínas y minerales (potasio, calcio, magnesio...).

Los taninos (ácido tánico), que provocan el amargor, mayor o menor según especies, también eran conocidos por nuestros antepasados, que los disolvían o anulaban en su medida. Son considerados tóxicos y pueden provocar reacciones negativas, sin embargo, en ligeras dosis, resultan beneficiosos en muchos aspectos. Tienen acción antioxidante, propiedades antiinflamatorias y antibacterianas, antiparasitarias, anticancerígenas, antialérgicas, astringentes, incluso atenúan las arrugas como curtidores de la piel. Los indios del oeste americano han sabido tratar las bellotas amargas del roble californiano durante más de cinco mil años atribuyéndoles, además, el factor de su longevidad.

Pero la razón más contundente, aunque quizá más utópica, para reivindicar su presencia en nuestros días, sería la concatenación lógica de su pasado, su presente y su futuro, devolviéndole en justicia el lugar que nunca debió perder.

En los albores de nuestra civilización, una ingente masa boscosa nos propiciaba cobijo, recursos y alimentos en perfecto equilibrio ecológico, y climático. A decir de los visitantes romanos, una ardilla podía atravesar la península sin descender al suelo (impresionante). Fueron precisamente estos visitantes, y su forma de entender la organización social, quienes uniformaron ciertas pautas que acababan con otras fórmulas autogestionarias, tantas como tribus o comunidades. Su sistema de vías de comunicación, de explotación del territorio, su organización urbanita, sus necesidades de abastecimiento, venían a ser los antecedentes del estado moderno, generalizante y subyugante. De ellos, el desarrollo de la agricultura intensiva, regadíos, horticultura y cereales, que sustituían el recurso a los frutos silvestres y su recolección, por ejemplo. De ellos, la primera señal de que estos productos autóctonos iban a acabar siendo reductos de gente pobre e incivilizada. Con ellos, la primera esquilmación de los "bosques sagrados" para imponer los huertos del sistema.

En tiempos de reconquista, los recursos forestales aún vigentes fueron defendidos en razón de supervivencia, seguridad y autoabastecimiento. Pero llegaría de nuevo el modelo de estado intervencionista que liberalizaba el suelo para dedicarlo a la agricultura, básicamente al cereal, y a su control económico. Esto no solo afectó a las grandes propiedades burguesas y eclesiásticas, se hizo también con los bienes comunales de pequeñas comunidades y concejos.

En lo sucesivo, y volcados en el desarrollo industrial y urbano, la deforestación ha llegado a ser tan desproporcionada, que ni siquiera se ha preservado como defensa para la regeneración de un suelo sobreexplotado, o como garantía del equilibrio climático y medioambiental, o como recurso a una fuente de alimentos que acabó siendo denigrada, arcaica y semi-clandestina.

Hoy es fácil ver en nuestra geografía pueblos abandonados, el castro, cuatro casas y la iglesia, en medio de una extensión inacabable de cereales y de otros cultivos. Sin un solo árbol a la redonda (pobre ardilla). Y muchos lugares, terrenos improductivos de lo común, los vemos repoblados por enormes aerogeneradores y placas solares, cuya energía es derivada a grandes núcleos urbanos y de producción. Es el nuevo panorama rural.

Distintos colectivos, asociaciones, ayuntamientos, han goteado campañas de plantación de bellotas en los últimos años. Este pequeño fruto se ha convertido en todo un símbolo de regeneración ecológica, climática, medioambiental, paisajística, histórica y poblacional. Los árboles que los ofrecen son generosos guardianes y testigos longevos de nuestro paso por la tierra. Hoy, que llenamos espacios hablando sobre el cambio climático, sobre la amenazante desertización, sobre las emisiones de CO2, sobre el encarecimiento de productos básicos, necesitamos de una reforestación compensatoria y de la recuperación de los recursos del común. Necesitamos de la bellota.


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