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ARQUEOLOGÍA, PAISAJES Y FORMAS DE VIDA:

LA I EDAD DEL HIERRO EN LA SERRANÍA NORTE DE SORIA

Mario Díaz Meléndez
(Resumen de la tesina)

mariodime@yahoo.es

RESUMEN

En el presente artículo, damos a conocer aspectos referentes al modelo de ocupación/explotación del territorio de la Serranía Norte de Soria durante la I Edad del Hierro, donde se desarrolla la Cultura Castreña Soriana, así como las supuestas implicaciones sociales que determinan la formación de dicho espacio.

Esta tarea ha sido realizada a partir del análisis espacial regional (Arqueología del Paisaje), metodología que más novedades puede ofrecernos en función de la escasez de información estratigráfica que disponemos, ya que permite la integración de las características paleoambientales del entorno con las evidencias arqueológicas recogidas en el interior de estos yacimientos.

Palabras clave: Castro /  Áreas de captación / Serranía Norte de Soria / Hierro I


INTRODUCCIÓN

La reflexión que se desarrolla a lo largo de las páginas siguientes pretende valorar y servir de base para futuras intervenciones arqueológicas que amplíen las perspectivas de conocimiento de la Cultura Castreña Soriana, término que sirve para definir a las gentes asentadas en la Serranía Norte de Soria durante la I Edad del Hierro, (Celtibérico Antiguo), abarcando los siglos VII-VI y V a.n.e.

Actualmente, junto a trabajos pioneros de Blas Taracena en la mitad del siglo XX, contamos básicamente con los estudios de Romero Carnicero (1991), quien llevó a cabo su completa revisión y sistematización, definiendo tipos cerámicos, las características primordiales de los emplazamientos y la cronología que llegaron a abarcar, labor a la que se le sumarían otras investigaciones específicas (Bachiller Gil, 1987) y la realización de múltiples proyectos de prospección arqueológica por dicho territorio, (Revilla Andía, 1985), (Pascual Díez, 1991),   (Morales Hernández, 1995).

A pesar de la gran proyección y de la continuidad que tuvieron algunos de estos trabajos, su visión actual cuenta todavía con muchas limitaciones, debido principalmente a que la mayoría de los poblados siguen siendo conocidos a través de prospección, habiéndose excavado solamente tres y de manera parcial, Castillo de El Royo (Eiroa, J.J., 1979, 123-136), Castro del Zarranzano (Romero Carnicero, 1991) y Castillejo de Fuensaúco (Romero y Misiego, 1995a, 127-139), sin contar con otros cuantos en los que se realizó algún sondeo valorativo. (Taracena Aguirre, B, 1941).

Teniendo en cuenta que es arduamente difícil asegurar la sincronía de estos yacimientos y que no se poseen los datos suficientes para poder interpretar con ciertas garantías el tipo de organización socioeconómica que vinieron a desempeñar, hemos generado una hipótesis de trabajo de cuyas dificultades de comprobación somos plenamente conscientes, partiendo desde la llamada Arqueología del Paisaje, nivel de análisis más alto que permite una primera aproximación de carácter global.

Por tanto, será nuestra pretensión integrar toda la documentación extraída del interior de los yacimientos con las características específicas que presenta el medio ambiente en el que quedaron insertos, a partir de la cual trataremos de ofrecer ciertas pautas que ayuden a comprender mejor las realidades sociales que determinaron la formación de dicho espacio.

1. Marco biogeográfico

En el sector oriental de la Meseta Norte, ocupando la zona septentrional de la actual provincia de Soria en la cuenca alta del Duero, encontramos un paisaje abrupto de orografía montañosa que gradualmente se va suavizando dejando en medio espacios abiertos de llanuras elevadas, con medias entre los 1.200 y los 1.000 m.s.n.m.

Este espacio se encuentra atravesado por numerosos cursos fluviales, entre los que destacan el río Alhama, Razón, Tera y el Duero, este último de mayor caudal que en la actualidad, constituyendo abundantes humedales y arroyos. Los suelos son mayoritariamente sedimentarios, adscritos al secundario, terciario y cuaternario, con presencia generalizada de cuarzoarenitas y arcillas arenosas en el sector más septentrional y calizas en el meridional, con muy malas condiciones de drenaje en los fondos de valle y suelos poco profundos y pedregosos sujetos a un lavado continuo en las superficies inclinadas. Respecto a su climatología, después del brusco enfriamiento que supone el cambio del periodo suboreal al subatlántico, a partir del siglo VII a.n.e. se produjo una paulatina recuperación térmica con un régimen de pluviosidad alto y temperaturas algo más bajas que las actuales, conformando una agroclimatología que a partir de los 1.200 m.s.n.m. presenta complicaciones a la hora de cultivar ciertas especies[1], situación que se suaviza durante la primera mitad del siglo IV a.n.e. El medio vegetal queda definido dentro del piso supramediterráneo, cuyas especies primitivas nos sugieren un paisaje dominante para la Edad del Hierro compuesto básicamente por amplios y densos espacios boscosos de masas mixtas de caducifolios, perennifolios y aciculifolios, entre los que predominarían distintas variedades de Quercus, que se verán sustituidos por sabinas y enebros en los páramos más meridionales y por el Pino Negral y Silvestre en la alta montaña.


2. La tímida huella del Bronce Final

La escasez y la disociación de las evidencias arqueológicas documentadas durante el Bronce Final ha generado un gran desconocimiento sobre esta etapa previa a la formación de la Cultura Castreña Soriana, para la que se aceptan de manera generalizada, aquellas tesis que abogan por la plena despoblación de la región, quedando al margen del  resto de la Meseta, donde  se desarrollaría paralelamente el horizonte cultural Cogotas I (Jimeno y Martínez, 1998, 172).

Al respecto, hemos creído oportuno plantear la posibilidad de que esta oscuridad documental  fuese  realmente el reflejo de una de las notas predominantes que vienen repitiéndose a lo largo de la historia de esta parte de la provincia, como es la lentitud y la resistencia con la que se producen los cambios y las transformaciones, así como el alto grado de movilidad y la falta de ordenamiento en el territorio de los grupos humanos detectados en toda la Edad del Bronce.

La escasa envergadura de la arquitectura de los poblados de este momento, unido a la carencia de estratigrafías verticales y a la posibilidad de que se hubieran producido fenómenos de sedimentación postdeposicional, podrían haber ocultado aún más su presencia, haciendo casi imposible su localización. Por tanto, cabría plantear la posibilidad de que estas gentes ,sujetas a unas formas de vida profundamente conservadoras y autárquicas, muy lentamente fuesen asimilando todas las novedades que empiezan a penetrar en la región como consecuencia de la apertura de los circuitos de intercambio que se reactivan durante el Bronce Final a escala peninsular, las cuales pueden rastrearse a través de la cultura material.

Estas modestas evidencias se vinculan por una parte a la órbita atlántica y meseteña, con hallazgos metálicos no asociados a un registro arqueológico determinado, ubicados en los pasos naturales de comunicación de los rebordes montañosos (Covaleda, San Esteban de Gormaz, San Pedro Manrique, El Royo, La Alberca de Fuencaliente de Medina y Ocenilla), hallazgos cerámicos cuantitativamente escasos asociados a Cogotas I, documentados en lugares bien alejados de los entornos serranos (Castilviejo de Yuba, Escobosa de Calatañazor, La Barbolla, Fuentelárbol, Cueva del Asno, Santa María de la Riba de Escalote y en la confluencia de los ríos Tera, Duero y Merdancho), algunas manifestaciones tardías como la figura-estela del Grupo III de la Peña de los Plantios (Fuentetoba) o el motivo de trisceles del Covachón del Puntal  de Valonsadero, y ya en torno al siglo VIII a.n.e. la estatua-menhir de Villar del Ala.

Por otra parte, contamos con evidencias procedentes de la órbita centroeuropea, asociadas tradicionalmente a  los grupos de Campos de Urnas Recientes, muy distorsionados ya a su paso por el valle del Ebro. Su penetración a lo largo del Alto Duero encontrará cierta “resistencia”, manifestándose con menor intensidad que en otras regiones limítrofes donde se van configurando toda una serie de horizontes culturales paralelos, de tal manera que únicamente se evidencian en 5 yacimientos cerámicas excisas asociadas ya a la Edad del Hierro, (siglo VIII a.n.e.). Son los de Quintanas de Gormaz, Numancia, Castilviejo de Yuba, o Loma de la Serna en Tardesillas, que junto con la pieza de Quintanares de Escobosa de Calatañazor, en la que se funde la tradición Cogotas I con estas nuevas formas emergentes, vienen a completar los precedentes más inmediatos del poblamiento castreño (Romero y Misiego, 1995a).

Este panorama, parece  estar reflejando que no será hasta bien entrado el siglo VII a.n.e., cuando las poblaciones locales comiencen a superar sus reticencias internas respecto a aquellos influjos que habían ido penetrando desde el exterior, emergiendo los primeros ejemplos de hábitats con un alto grado de fijación a la tierra, como El Solejón de Hinojosa del Campo (VII y VI a.n.e.) o El Castillejo de Fuensaúco, que se desarrolla sin solución de continuidad hasta prácticamente el cambio de milenio, configurándose la personalidad de estos grupos.

3. Patrones de asentamiento y modelo de ocupación del territorio.

El catálogo de yacimientos recogidos para este ámbito se compone de 37 ejemplos de los que a excepción de tres que se sitúan en el llano, pueden ser considerados como auténticos castros. Se entiende como tal, aquellos asentamientos humanos previamente planificados con una organización social escasamente jerarquizada y compleja, que se sitúan  en lugares estratégicos fácilmente defendibles tanto por la naturaleza del terreno como por la construcción de estructuras artificiales, desde donde controlan la unidad elemental del territorio que explotan,  quedando organizados al interior como una pluralidad de viviendas de tipo familiar  (Almagro-Gorbea, 1994, 14 ).

Su distribución se produce de forma dispersa, ocupando mayoritariamente las colinas, escarpes y laderas de los rebordes montañosos, cuyos cortados rocosos determinarán la forma de su planta y el ahorro en construcciones defensivas, alcanzando alturas medias respecto al nivel del mar en torno a los 1.250 m. y respecto al valle hacia el que se orientan de unos 120 m., con desniveles cercanos al 30 %, siendo menores en aquellos hábitats de la Altiplanicie y del reborde meridional de Subsistema Ibérico, donde apenas se alzan entre 20 y 100 m.

Estos emplazamientos[2] parecen estar relacionados con las vías de comunicación potencialmente transitables en este periodo, las cuales han sido rigurosamente analizadas en relación a los corredores naturales que se abren paso a través de los puertos de montaña, valles fluviales, vados, zonas de menor pendiente, etc. y respecto a aquellos caminos que tradicionalmente han sido utilizados para desplazarse por la zona (vías romanas, cañadas, veredas y cordeles ganaderos, etc.), cuyos trazados pudieron haberse podido mantener bajo superposiciones y adecuaciones posteriores.

El eje principal quedaría conformado por el río Duero, adecuándose a los valles por donde discurren sus principales afluentes y rodeando las campiñas más estables y productivas de la llanura, que quedarían conformadas como espacios centrales vacíos, donde desembocaría toda una red de caminos desde las zonas altas del Sistema Ibérico, rutas que transcurrirían a media ladera evitando los fondos de valle y las grandes ascensiones, en cuyos pasos más importantes se sitúan la mayoría de nuestros yacimientos, lo que nos permite sugerir un modelo de poblamiento lineal discontinuo-concentrado.

Por otro lado, hemos podido observar in situ y a través de cálculos de visibilidad, que la superficie de tierra que se llega a visualizar desde cada hábitat coincide claramente con los subsectores o valles inmediatos donde teóricamente extienden sus territorios, (áreas de captación), superando en el mejor de los casos los 10 Kms de distancia, garantizado el control estratégico de sus medios de producción, mientras que las relaciones de intervisivilidad parecen ser bastante escasas, reduciéndose exclusivamente a algunos poblados vecinos, de tal forma que sería imposible el establecimiento de redes visuales a escala regional.

Otra de las características básicas de estos hábitats es su homogeneidad morfológica, presentando superficies entre media y una hectárea de extensión, albergando en su interior una densidad de población muy baja que hipotéticamente apenas debió exceder de las 5-15 familias nucleares, lo que parece estar indicando que no existen aldeas intermedias, es decir que podríamos estar ante un “rango” similar, entendiendo como tal la ausencia de gradación en el tamaño, de tal manera que posiblemente no se producirían diferencias sociales entre asentamientos y ninguno de ellos intervendría en la producción y en la toma de decisiones de otra comunidad, ya que no se detectan lugares centrales desde donde se articulara el territorio. A su vez, apreciamos un panorama de estrecha vecindad y cooperación entre asentamientos, con distancias medias de unos 4 Kms,  formando una red de castros que podrían constituirse en lo que tentativamente hemos llamado “microregiones”, entendiéndose por tales aquellas áreas reducidas con una densa ocupación que se separan entre sí mediante el establecimiento de unos límites que posiblemente tuvieron relación con alguna característica física del medio ambiente que les rodeaba (Ruiz y Fernández, 1984, 48-49).


De tal modo, advertimos las siguientes agrupaciones de hábitats: 1) El Valle, 2) La Sierra, 3) Rebordes montañosos de la Tierra de Magaña-Agreda, 4) Las suaves elevaciones del Subsistema Ibérico, 5) Tierras Altas y 6) Altiplanicie, las cuales parecen estar conectadas entre sí mediante la ubicación de asentamientos en zonas intermedias, lo que podría estar reflejando que la intercomunicación y relación entre ellos debió ser mayor que entre otros asentamientos situados más allá de la serranía, es decir que el paisaje resultante de estas sociedades estaría construido con un carácter exclusivamente local, sin llegar a formar colectividades regionales amplias.


4. Aproximación a las bases de subsistencia

En primer lugar, hemos tratado de acercarnos a las estrategias económicas de estas comunidades a partir de la documentación extraída de las diferentes intervenciones realizadas en el interior de algunos de estos yacimientos, cuyas evidencias directas e indirectas serán posteriormente contrastadas e integradas con los resultados obtenidos del análisis de los recursos que eran potencialmente explotables.

Agricultura

En lo referente a las prácticas agrícolas, únicamente se ha documentado mediante análisis directo de residuos microscópicos variedades desnudas de cereal, cebada (Hordeum vulgare L.), trigo (Triticum sp.), escanda (Triticum turgidum sp. diococcum) y esprilla,  en el asentamiento del siglo VII a.n.e. de El Solejón en Hinojosa del Campo (Tarancón et al.,1998, 96).


En consonancia con las condiciones edafológicas y agroclimáticas que presentan los aledaños de los castros y con la documentación extraída en otras regiones cercanas, pensamos que fueron las especies cultivadas mayoritarias, dado que por su menor exigencia germinaban con mayor facilidad sin necesidad de llevar a cabo grandes inversiones de energía y tecnología, quedando ausentes otra serie de taxones como el mijo, el centeno, la avena o el haba, que tampoco aparecerán durante la II Edad del Hierro, etapa que apenas evidencia variaciones respecto a las especies detectadas para este momento.

Los medios técnicos que se evidencian para el laboreo de la tierra reflejan la continuidad en el uso del utillaje tradicional, constituido básicamente por azadas, hachas, cuchillos y hoces de bronce, piedra pulimentada o sílex (Cerro de la Campana, Castro del Zarranzano, Castillejo de las Espinillas),  herramientas que sugieren un proceso agrícola desarrollado mediante labores de azada, sistema que podía llegar a ser más provechosas que el arado en los terrenos altos inmediatos a los poblados, donde presumimos que tuvieron lugar estas actividades, ya que aquí el drenaje y la aireación de la tierra es más fácil que en el fondo del valle sin  la necesidad de realizar surcos profundos.

En este sentido, intuimos que el empleo de layas  pudo haber jugado un importante papel, a pesar de no haber constatado ningún ejemplar en nuestra zona de estudio, quizás como consecuencia de la refundición a la que se vieron sometidos por su facilidad de fragmentación en los trabajos agrarios,  tal y como sugieren Ruiz y Fernández, (1985, 377) en relación con el molde de fundición realizado para la confección de este artefacto documentado en El Puntal (Lérida) y a partir de las evidencias de fabricación de objetos de bronce mediante estas técnicas en el supuesto horno del Castillo de El Royo (Eiroa, 1984, 181-193).

En cuanto al procesado de alimentos, contamos con algunos  hallazgos de molinos barquiformes, como los de la Torrecilla de Valdegeña,  Castillejo de Fuensaúco  o el Castro del Zarranzano , con  la constatación de procesos de limpieza, trillado, aventado y descascarillado del grano para la obtención de harinas (ausencia de espigas, tallos o segmentos de raquis de las muestras de El Solejón) y con la secuencia completa de procesos de malteado de cereal en este último yacimiento (Tarancón et al, 1998, 97), garantizando su conservación y durabilidad para la ingesta en forma de cerveza o caelia.

Ganadería

A partir de los análisis faunísticos  realizados en el Castillejo de Fuensaúco (Bellver Garrido, 1992, 325-332), únicos con los que contamos para este ámbito geográfico, observamos como especies mayoritarias el ganado vacuno  (bos taurus), con características similares a las razas autóctonas actuales denominadas “serrano-pinariegas”, sin sobrepasar el 20% de representatividad, quedando por debajo de la cabaña ovicaprina, cuyos  porcentajes superiores al 50% de los restos óseos recogidos (NR) los sitúan en el primer lugar, lo que no es extraño en función de las características ambientales anteriormente comentadas, y en menor proporción e importancia la cabaña porcina (5-10 % de NP), perros y caballos.

En cuanto a su aprovechamiento, podemos ver en primer término su beneficio a efectos cárnicos, documentado tanto para el  vacuno como para el ovicaprino a partir de algunas huellas de manipulación antrópicas con fines alimenticios, aunque sospechamos que la obtención de carne para satisfacer las necesidades del grupo quedaría cubierta con la caza, apareciendo restos de ciervo, jabalí y lagomorfos en este mismo yacimiento.


La estrategia pecuaria estaría destinada en mayor medida al aprovechamiento secundario, es decir, tracción y carga para los bóvidos y équidos (ausencia todavía de significación simbólica y emblemática para los segundos), conforme podemos intuir a partir de algunos paralelos del Duero Medio (Morales y Liesau, 1995, 510) y para la obtención de  lana y leche de oveja. Éstos últimos, en función de las marcas de desollado, elevada edad de sacrificio de las especies y el predominio de individuos masculinos presentes en el Castillejo de Fuensaúco y de la constatación del procesado y consumo de productos lácteos nuevamente en El Solejón,  restos de microflora (lactobacterias diplococcos y streptococcos) mezclados con cereales para su consumo a modo de yogurt (Tarancón et al; 1998, 97). Mientras que los cánidos estarían valorados para la caza y por sus buenas aptitudes dirigiendo y guardando los ganados.

Silvocultura


A pesar de que las comunidades campesinas de la I Edad del Hierro eran capaces de producir sus propios alimentos, los recursos que ofrecían los bosques eran amplios, ya fuese en relación con el aprovechamiento cinegético, con la pesca, existiendo una gran variedad de peces y otras especies ricas en contenidos proteínicos como las almejas de río recolectadas en el Castillejo de Cubo de la Solana, o con la recolección de una amplia gama de frutos de temporada.


Entre estos últimos destacarían las bellotas dada la abundancia de Quercus, producto muy valorado por su gran contenido proteínico y calórico, que proporcionaría una buena reserva alimenticia durante el crudo invierno, periodo en el que la producción agrícola se paralizaba,  así como resinas para la elaboración de artefactos, espartos y mimbres para confeccionar vestimentas y objetos de almacenamiento, plantas de temporada (alimenticias o medicinales) y maderas como combustible y para la construcción, etc.


Dadas las dificultades que presentan estas tierras a la hora de cultivar cereal, la recolección de estos frutos podría haber jugado el papel que en otras sociedades tienen los cultivos de secano, de modo que no resultaría extraña su habitual transformación y consumo panificado, como así sucede durante la etapa posterior (estudios de fitolitos de molinos rotatorios y análisis osteológicos de la necrópolis de Numancia), donde se aprecia el enorme peso dietético y la cotidianidad con la que debieron ser consumidos por parte de unas sociedades que hunden sus raíces en la I Edad del Hierro (Checa et al, 1999, 66-68).

La producción de artefactos

En primer lugar destacamos la producción metalúrgica, cuyas evidencias de transformación del metal se reducen a la presencia de escorias metálicas en el Castillejo de Abieco, Taniñe y en el citado horno de El Royo, donde se trabajó in situ hierro y sobre todo cobre, estaño y plomo siguiendo las técnicas tradicionales empleadas durante el Bronce Final (tipo Baiôes-Venat). Todavía se evidencia un modesto desarrollo en su producción y una escala muy local, basada principalmente en el uso del bronce, que de forma generalizada se constata fundamentalmente a través de algunos elementos suntuarios relacionados con la vestimenta, (fíbulas de doble resorte, de pie vuelto y botón terminal, espiraliformes, placas romboidales, fragmentos de brazaletes ovales, agujas, etc. ).

Por otro lado, la producción cerámica constituye el elemento de significación cultural más importante de la I Edad del Hierro, cuyas 25 formas realizadas exclusivamente a mano (Romero Carnicero, 1991), ofrecen un porcentaje muy elevado de cuencos y vasos relacionados con el cocinado de alimentos, una amplia gama de formas ovoides, globulares o bitroncocónicas de tamaños medianos y grandes y paredes gruesas, asociadas a contenedores para el almacenaje de la producción y en menor proporción, algunos ejemplares destinados al consumo de líquidos (leche, papillas o cerveza) y/o sólidos (carne, tubérculos, etc.), como los cuencos y vasos que presentan un mejor tratamiento exterior.

En último lugar, la producción textil, constatada a partir de los hallazgos de las fusayolas empleadas para el hilado de los paños, de las agujas y punzones metálicos  y de algunas  pesas de telar como las documentadas en el Castillejo de Castilfrío de la Sierra, donde aparecieron 6 piezas agrupadas  relacionadas con el trenzado de fibras gruesas (Arlegui y Ballano, 1995),  que junto con la información que nos brinda la etnografía (tradiciones para la confección de textiles, empleo de herramientas y objetos de naturaleza orgánica, utilización de prendas de vestir de materia prima animal como el sagum, etc.),  vienen a completar el panorama existente para la Serranía Norte de Soria.

5. La captación de recursos

Una vez revisadas las posibilidades económicas que se desprenden del interior de los poblados, hemos desarrollado un análisis teórico basado en los modelos de captación del entorno establecidos por Higgs y Vita Finzi (1972, 30), definiendo el límite del territorio de explotación mediante el radio máximo que rodea a cada yacimiento en función del tiempo empleado en llegar caminando desde la residencia hasta los campos, tiempo establecido dentro de la isocrona de una hora, equivalente a 5 Kms teóricos.


Esta determinación se realiza siempre y cuando el esfuerzo generado durante el recorrido y la consecución del recurso no excediese al beneficio obtenido, lo que nos obliga a ser cautos para no trasplantar modelos de otras regiones que no sabemos si se corresponden con las particularidades de nuestra zona de estudio.

Por consiguiente, hemos adaptado rigurosamente esta metodología a las características específicas que presenta este medio físico, económico y social, realizando toda una serie de cálculos en los que se han tenido en cuenta la evolución que ha sufrido el paisaje a lo largo de casi tres mil años, la posibilidad de que existan razones diferentes a las económicas para la elección del emplazamiento (geoestrategia), el tamaño reducido de los poblados y el volumen de fuerza de trabajo que pudieron albergar, la distribución no radial de los recursos potenciales que se distribuyen alrededor de un yacimiento y los condicionantes topográficos de la zona, cuyas acentuadas pendientes harían más costoso el acceso a determinados aprovechamientos.

El análisis territorial nos ha deparado unas áreas de captación que hipotéticamente se reducen a un radio de entre 1 y 2 Kms, que supuestamente equivaldría a una superficie que raramente superaría las 1.000 Ha de extensión, aunque en algunas zonas más llanas como en la Altiplanicie pueda ser mayor, de tal forma que no parecen producirse superposiciones entre los diferentes poblados y por lo tanto problemas de competencia directa, lo que nos hace sugerir que cada uno de ellos podría haber gozado de un importante nivel de autonomía.

En cuanto a las posibilidades agrarias de estos espacios,  a partir de la valoración de la aptitud de los suelos mediante el empleo de la clasificación del Soil Conservation Service de EE.UU y del estudio teórico de los mapas de cultivos y aprovechamientos (M.A.P.A), vemos el predominio de suelos que concentran un mayor grado de mayor humedad para el crecimiento de pastizales de calidad (50%), proporcionando amplias posibilidades para el sustento de la cabaña ganadera durante la mayor parte del año, puesto que la sierra en su conjunto, como territorio de captación anual, podría ofrecer en un espacio relativamente reducido la posibilidad de alternar pastos de alta montaña y fondo de valle sin llevar a cabo grandes desplazamientos.

Los yacimientos quedarían alejados de las tierras de mayor riqueza edafológica para el desarrollo de la agricultura, ocupando espacios de calidad muy modesta para llevar a cabo  usos intensivos, ya que sus suelos están afectados por unas condiciones agroclimáticas bastantes hostiles, por las fuertes pendientes que erosionan de forma continua las laderas y por el mal drenaje y profundidad de los fondos de valle, aunque en porcentajes menores (15%) nos encontramos con una serie de yacimientos como el Castro del Zarranzano, Los Castillejos de Garray o La Torrecilla de Valdegeña que se emplazan en terrenos de orografía suave sobre suelos más evolucionados con posibilidades para el cultivo de cereales de secano.


Con la debida precaución que merece el manejo de datos tan exiguos, quisiéramos plantear la puesta en cultivo de aquellos pequeños terrazgos de tierra situados en las inmediaciones de los poblados, tal y como ha venido produciéndose hasta la mecanización de las técnicas agrícolas, posiblemente a partir de un sistema de policultivo diversificado que podría haber empleado la técnica del barbecho de corta duración (sistema corto y limpio que alternaría dos hojas de parcela cada año), que junto al empleo de sistemas mixtos de siembra (mezcla intencionada de cereales recogidos en El Solejón), el aprovechamiento de los importantes recursos hídricos del entorno, (posibilidad de sistemas rudimentarios de riego para las huertas) y el abonado natural que proporcionaba el ganado durante su abandono temporal, garantizarían la obtención de producciones más o menos estables.

Junto a estas posibilidades, el interior de las superficies de captación también ofrece toda una amplia gama de recursos explotables, con abundancia de puntos de agua, extensas superficies boscosas con un alto grado de aprovechamientos, zonas de aluvión donde abundan las arcillas, abundantes afloraciones de mineral pétreo, (areniscas, conglomerados y calizas), sal en porcentajes más reducidos y vetas de mineral para su aprovechamiento metálico, hierro y plomo principalmente (Moncayo, Vinuesa, Montes Claros, Alcarrama, etc.) y en menor medida galena argentífera, cobre y cinc.

6. Propuesta de planteamiento

Como hemos planteado anteriormente, la llegada al interior de Serranía Norte de Soria de toda una serie de influjos externos de muy variado origen, serían asimilados por las poblaciones locales con mayor lentitud y resistencia, debido en parte a la incertidumbre, riesgo y miedo que supondría la trasformación de todo aquello que había garantizado la supervivencia hasta el momento en unas sociedades profundamente conservadoras y autárquicas, caracterizadas por su alto grado de movilidad y por su falta de ordenamiento en el territorio.

La decisión de agruparse en grupos mayores formando aldeas estables fijadas a la tierra, traería consigo toda una serie de costes, como la necesidad de dedicar un mayor esfuerzo a la defensa del territorio y una mayor presión sobre los recursos alimenticios acotados en el entorno más inmediato de cada asentamiento, convertidos ahora en su principal medio de producción, los cuales pudieron haber sido superados mediante una gestión de riesgo basada en el mantenimiento de la autosuficiencia productiva de cada unidad social materializada en el castro, lo que algunos han denominado estrategia agroforestal (Díaz del Río, 1995, 106-107).

Dicha estrategia pudo consistir en la explotación de la gran variedad de alternativas de aprovechamiento estacionales que ofrecía el medio ecológico inmediato en el que quedaron insertos, es decir en diversificar al máximo la producción dentro de un marco de relaciones equilibradas donde cada aldea podría controlar de forma autosuficiente sus propios medios de producción, los cuales no supondrían el sobretrabajo de sus habitantes, el agotamiento de los recursos disponibles, ni  la mejora de la tecnología empleada, pero si  el equilibrio entre lo que se produce y consume, tal y como parece estar sucediendo en las poblaciones castreñas del Noroeste (Fernández-Posse y Sánchez, 1998,142).  Por ende, los objetivos productivos podrían haber quedado prefijados en función de sus necesidades de reproducción social, evitando cualquier tipo de especialización, acumulación o ganancia (Vicent, 1991, 58-59).


Igualmente, la estabilización de la población en la región propiciaría la búsqueda de nuevas formas institucionales de integración para legitimar una estructura social más amplia que regulase de manera diferente los vínculos y obligaciones de los grupos concentrados en un mismo espacio. Esto pudo derivar consecuentemente en la transformación del sistema de parentesco, que pasaría a tener un origen genealógico (Vicent, 1998, 832-833), de tal forma que cada comunidad se definiría en función de sus lazos de consanguinidad, cualidad determinada socialmente que normalizaba la restricción en el aprovechamiento de los recursos y la creación de territorios políticos.

Para poder observar con ciertas garantías las implicaciones sociales que se derivan de estas poblaciones, necesitaríamos contar con un nivel de análisis que fuese descendiendo desde la escala más alta a la más baja, tarea que hoy en día resulta imposible, aunque paulatinamente vamos apreciando ciertas pautas, que añadidas a la documentación existente, nos estimulan en nuestro intento de plantear una primera aproximación hipotética.

Respecto a las formas de organización interna de cada poblado, teniendo en cuenta que no contamos con excavaciones en extensión, partimos de la siguiente secuencia cronológica:

1) Fase constatada en los yacimientos de El Castillejo de Fuensaúco y El Solejón, encuadrada en torno al siglo VII a.n.e, caracterizada por presentar un urbanismo desordenado compuesto por cabañas de tendencia oval y estructuras endebles a base de postes de madera, entramados vegetales, adobes o manteados de barro, con hogares al interior (también al exterior), junto con bancos corridos y/o vasares, dotados posiblemente de alguna estructura externa que pudo funcionar a modo de pequeño almacén familiar (Romero y Misiego, 1995a, 132).

2) Fase correspondiente a la plenitud de la ocupación castreña (siglos VI-V a.n.e.), caracterizada por presentar los primeros intentos de ordenación del espacio interno, con unidades de ocupación más sólidas y grandes que las detectadas en la fase anterior. Conviven plantas rectangulares realizadas en mampostería de piedra en su base y posiblemente alzados de adobes o tapial con cubiertas vegetales (Castillejo de Fuensaúco, Castro del Zarranzano, Hinojosa de la Sierra?,  El Espino?, Cubo de la Solana, Valdeavellano de Tera? y Castillejo de Taniñe), con estructuras de tendencia circular (Valdeavellano de Tera, Fuensaúco, horno de El Royo y Castro del Zarranzano, sustituyendo a una estructura angulosa en éste último), quedando aisladas entre sí.

3) Fase detectada a partir de finales del siglo V e inicios del IV a.n.e., donde se constata una gran transformación del espacio interno, organizado ahora de forma ordenada con estructuras rectilíneas homogéneas, cuadrangulares o rectangulares, adosadas entre sí y dispuestas perimetralmente en torno a un espacio común abierto que facilita la circulación (Castillejo de Fuensaúco, Pozalmuro, Castellar de Arévalo de la Sierra, El Castillo de TaniñeLos Villares de Ventosa de la Sierra), modelo de “poblados cerrados” extendido desde el Valle del Ebro.


De tan escasos datos, únicamente podemos entrever como gradualmente lo colectivo empieza a ganar terreno adoptando un nivel de complejidad mayor, aunque todavía durante los siglos VI y V a.n.e. no parece haberse superado del todo el cerrado grupo familiar de cada unidad de ocupación, como así sucede en la tercera fase, momento en el que se estandariza el sistema de poblamiento basado en el castro, que supondrá la adopción tardía y definitiva de dicho modelo expansivo que pone especial énfasis en el mantenimiento de la ”igualdad” interna de cada aldea, diluyendo por completo el individualismo de los primeros momentos a través de la drástica reducción y uniformización que sufren las unidades domésticas.

En un nivel de análisis mayor, advertimos que la homogeneidad morfológica entre asentamientos podría tener relación con la creación de cierto sistema social que determinase previamente la organización de la comunidad, limitando la expansión física y demográfica de cada aldea con el fin de evitar el surgimiento de relaciones de dependencia entre sí (murallas). Este hecho, en primera instancia, podría relacionarse con la capacidad de carga que podía sostener un hábitat en función de los recursos que se disponían en su entorno, cuestión que no se corresponde con la realidad detectada, ya que algunos asentamientos tienen mayores posibilidades productivas y sin embargo mantienen dicha equidad (extensiones entre 0,5 y 1 Ha. de media), de tal modo que este presunto factor limitador tendría mayor trascendencia social que económica.

Acorde con la supuesta ausencia de competencias por la tierra (análisis de territorio), podríamos sugerir que existiría cierta “negación del crecimiento” culturalmente fijada (Ortega,  1999, 434-436), que en el momento de producirse un exceso de población al cabo de varias generaciones, resolvería la posible crisis reduplicando el sistema, es decir, a partir de la fundación de un nuevo castro de características semejantes con el excedente demográfico sobrante, lo que se conoce como segmentación espacial.

Consecuentemente,  se irían habitando las tierras más cercanas, creando nuevas agrupaciones que establecerían relaciones de solidaridad y cooperación con sus aldeas de procedencia (nunca de dependencia), favoreciendo a su vez la correlación entre recursos y población, la minimización de las competencias vecinales y la proyección hacia el exterior de aquellos grupos con afán de acumulación de poder.

Sospechando que la dinámica de la vida cotidiana estaba controlada directamente por cada grupo familiar, el cual desarrollaría en el interior de los espacios domésticos aquellas actividades que podían desplegarse fuera del ámbito comunitario, (tareas de mantenimiento, artesanía, trabajo de pequeños huertos), las restantes podrían haber quedado sujetas a la colectividad del poblado, cuya estructura de poder integrada posiblemente mediante relaciones parentelares, regularía, planificaría y ordenaría la vida de toda la comunidad como referente último.

En este sentido, planteamos que no existiría un acceso muy desigual a la tierra, que casi en un 95 % pudo ser de usufructo colectivo (aprovechamiento boscoso y pascícola), existiendo la posibilidad de que se hubiesen asignado para el aprovechamiento privado de cada familia, aquellas pequeñas parcelas de tierra cultivable situadas en el entorno inmediato de los poblados, a modo de campos cercados. Esta posibilidad, originada por la necesidad proteger estos campos de los animales en una economía campesina en la que casi toda la tierra era de propiedad comunal, ha sido la predominante en la región a lo largo de toda su historia, donde todavía quedan huellas de viejas lindes formadas por muros de piedra, quizás herederas de dicha tradición de nuestra prehistoria reciente. Siguiendo estas consideraciones, no sería descartable que estas propiedades, poco a poco fuesen susceptibles de ser heredadas, como podría estar manifestando la inhumación infantil que se acompaña de un ajuar formado por vasos cerámicos a mano, dos  colgantes de hueso y concha respectivamente, dos brazaletes de bronce y una arandelita del mismo metal,  documentado en el Castillejo de Fuensaúco durante la fase de plenitud castreña (Romero y Misiego, 1995a, 136), quizás revelador de las atribuciones privadas que gozaron las familias al margen de la comunidad.

La ausencia de infraestructuras de almacenaje, a parte de los contenedores cerámicos documentados en el interior de la mayoría de los yacimientos, impiden hablar con seguridad de la existencia de relaciones comerciales tal y como hoy se entienden, de tal forma que siguiendo nuestra línea de hipótesis, sugerimos atrevidamente que los intercambios serían recíprocos, a modo de “don” que se da a cambio de otro “don”(objetos suntuarios relacionados con la vestimenta, etc.), evitando a toda costa la acumulación de excedentes, que en el caso de producirse no serían considerados  como una inversión, sino como un fondo de seguridad colectiva que atenuara las variaciones y fluctuaciones generadas de su estrecha vinculación a la tierra, pudiendo ser puntualmente proyectados hacia el exterior como forma de solidaridad extragrupal.

Asimismo, cabría la posibilidad de que a menudo surgiesen cabecillas que hubiesen alcanzado una mayor significación social o rango gracias a los favores que realizaran a la comunidad manipulando dichas relaciones de parentesco, es decir que la única explotación posible se produciría dentro de las relaciones de consanguinidad, al contrario que la explotación que se produce en las sociedades de clase implicando a distintos segmentos sociales y entretanto a diferentes poblados, suponiendo que se fragmentarían con facilidad en los grupos que los constituían ante la falta de estabilidad, ideología y en última instancia, como consecuencia del tipo de economía que desarrollaron (Fernández-Posse y Sánchez; 1998, 148.).

Por otra parte, estas comunidades pudieron haber extendido el sentido de la lealtad, confianza e interés común más allá de sus límites biológicos, desarrollando fuertes lazos de cohesión interna y externa, es decir reclutando parientes mediante la filiación, formas de relación social que debieron ser forzosamente exogámicas, en función de las enormes posibilidades que tenían estos reducidos contingentes demográficos a la hora de sufrir déficits poblacionales (sobre todo desequilibrios entre nacimientos masculinos y femeninos), lo que obligaría a recurrir al intercambio de personas para asegurar la reproducción, generando circuitos matrimoniales que englobarían a 4 ó 5 castros,  que con el tiempo pudieron ampliarse hasta formar una red más amplia (Ortega, 1999, 436-440).

En función de lo dicho, presumimos estar ante sociedades basadas en reglas de filiación de tendencia patrilineal, es decir ante un modelo de ginecomovilidad que implicaría el desplazamiento de mujeres para procrear en las comunidades donde residían sus esposos, lugar donde se recogería su descendencia. Estos matrimonios, posiblemente serían vistos como regalos de un novio o novia entre diferentes grupos que contraerán obligaciones para dar, recibir y devolver, aunque dicha tendencia no alcanzaría la rigidez de los esquemas estrictamente virilocales que parecen gestarse en el seno de las comunidades que han alcanzado la plena celtiberización, cuyo constancia reside en un determinado tipo de urbanismo (“poblados cerrados”) que facilita de manera más fluida el flujo de estas relaciones.

Resumiendo, podríamos decir que si la principal herramienta de adaptación pudo ser la creación de unidades productivas independientes que restringen el acceso a su territorio a todo aquel que no perteneciese a su grupo como fondo de seguridad (reciprocidad extragrupal negativa), de la misma forma sería necesario el establecimiento de toda una serie de relaciones estrechas de amistad, intercambios y alianzas con otros grupos para asegurar tanto la reproducción social de la comunidad rural (reciprocidad extragrupal positiva), evitando la pérdida de la mano de obra que trabaja, como el tránsito de ganados entre territorios, suavizando las tensiones generadas por dicha actividad, de forma que la clave del sistema pudo haber residido en el equilibrio entre estas dos formas de reciprocidad extragrupal (Díaz-del Río, 1995, 105).

7. ¿Para qué fortificarse?

Una vez acreditada la viabilidad económica de estos castros y por lo tanto su habitabilidad, pensamos que la enorme inversión defensiva que se percibe, (potentes murallas de mampostería, en ocasiones acompañadas de conjuntos de piedras hincadas y fosos), no parece responder a funciones propias de fortines-refugio, dado que  tanto sus reducidas extensiones como la presencia de estructuras domésticas al interior imposibilitaría notablemente el cobijo de supuestos grupos de campesinos dispersos y de los rebaños que pastaban libremente en los aledaños. No tenemos constancia de los primeros, a excepción de La Vega de Garray y Loma de la Serna en Tardesillas, ni de ningún recinto exterior más amplio de uso pecuario, como los detectados en la Mesa de Miranda (Ávila) o en Penya Roja (Valencia) y mucho menos, de estructuras internas de actividad limitada que hubiesen funcionado a modo de graneros.

Tampoco creemos que actuasen como atalayas insertas en un marco territorial a escala comarcal organizando en una red defensiva de frontera, puesto que este sistema además de necesitar unas excelentes relaciones intervisuales, precisaba un enorme esfuerzo organizativo y económico para su financiación, que únicamente hubiese podido costear una estructura estatal de gran envergadura.

Más bien, suponemos que estarían protegiéndose de las incursiones por sorpresa protagonizadas por aquellos grupos que actuaban al margen de los círculos de reciprocidad imperantes, es decir por aquellos sectores emprendedores y agresivos que tratan de acumular riqueza y prestigio como medio de institucionalizar su linaje y erigirse a la cabeza de la comunidad, bien desde el seno de esta red de castros, o bien desde aquellas poblaciones foráneas que de forma más temprana habrían alcanzado un mayor grado de complejidad social, aunque el grado de amenaza real y la guerra en sí misma, no alcanzaría el peso y la acentuación que parece tener durante la II Edad del Hierro.

Junto a esta lectura bélico-defensiva tan difícil de cotejar, surge la posibilidad de que estas construcciones estuviesen también simbolizando una propiedad territorial,  respecto a sí mismos, materializando la cohesión del grupo que las había construido conjuntamente, identidad y privilegio de acceder exclusivamente a sus recursos (Fernández-Posse y Sánchez, 1998, 138-140), y respecto a las poblaciones vecinas, puesto que su visualización estaría informando sobre la pertenencia de esas tierras, actuando como elemento coercitivo ante aquel que quisiese explotarlas o codiciarlas y como elemento de ostentación que atrajese a otras grupos con las que establecer lazos de amistad, sin olvidar otras posibles atribuciones relacionadas con la regulación de la dinámica sociopolítica (muralla como limitador de la extensión del caserío).

8. Hacia un nuevo modelo de poblamiento

Desde finales del siglo V a.n.e y a comienzos del IV a.n.e, comienza a percibirse un proceso de regresión, abandono y reestructuración  del poblamiento castreño que lleva parejo la disolución del modelo socioeconómico vigente, que sin embargo no supone una ruptura a escala demográfica, como muestran las estratigrafías de El Castillejo de Fuensaúco (Romero; Misiego,1995a, 127-139). El 30% de los hábitats dejan de estar ocupados, mientras que los restantes continúan su vida sin solución de continuidad, junto a toda una serie de nuevos yacimientos que pasarán a ocupar espacios más suaves sobre suelos de buena calidad agrícola para el desarrollo de estrategias productivas intensivas y especializadas.

Estos poblados de nueva planta  además de tener extensiones heterogéneas entre 2 y 6 Ha. y una distribución interna ordenada, presentan toda una serie de novedades a nivel constructivo y tecnológico, entre las que destacamos el empleo del hierro de forma generalizada y la aparición de las primeras producciones cerámicas a torno, formadas básicamente por fragmentos sin decoración y por ejemplares de color anaranjado, perfil zoomorfo, cuellos bien delimitados y bordes de pie vuelto con decoración de pintura vinosa en bandas anchas invadiendo el interior del mismo, anunciando los primeros síntomas de celtiberización de la región (Morales y Ramírez,1993, 241-246).

Consecuentemente, creemos que esta nueva situación supuso la aparición del Modo Tributario de Producción (Vicent; 1998, 824-839), que no parece ser la evolución natural de las relaciones de parentesco que hemos presumido divisar, ni mucho menos responder al deseo de adoptar dicho modelo expansivo que contradecía la lógica del sistema anterior, más bien podría deberse a todo un cúmulo de factores, relacionados quizás con el dinámico sistema de alianzas y pactos, que propiciarían el afianzamiento del liderazgo y la institucionalización de determinados linajes frente al resto de las estructuras vigentes, cuya estrecha vinculación a la tierra debió minimizar cualquier intento de resistencia, haciendo más costoso el abandono del medio producción que la asunción del tributo exigido.

La estandarización de este sistema de poblamiento basado en el castro, podría estar manifestando la culminación de un modelo de comunidad campesina más estricto apoyado en formas parentelares de extracción del excedente (Vicent, 1998, 832-833), puesto que en este tipo de sociedades no creemos que existiesen otros grupos que los individualizados por este tipo de relaciones, es decir que la manipulación de las relaciones de parentesco estaría totalmente consumada, dando lugar a formas preclasistas de organización social que anticiparán la formación de los primeros cacicazgos.

9. A modo de conclusión

Hemos planteado la posible existencia de un sistema de producción campesino, cuyo fundamento sería la búsqueda de la autosuficiencia productiva de cada aldea a través del desarrollo de una estrategia económica combinada que cubriese todas las necesidades básicas de subsistencia culturalmente prefijadas.

Los intereses prioritarios valorados en la elección de estos emplazamientos pudieron haber respondido a múltiples factores como: 1) Búsqueda de la proximidad a las vías naturales de comunicación que asegurasen tanto la reproducción de estos grupos demográficos de baja densidad, como el trasiego del ganado y los intercambios con otros territorios vecinos. 2) Amplias posibilidades de seguridad defensiva. 3)Visualización del territorio controlado y posibilidad de ser vistos a larga distancia como medio de autodeterminarse en el espacio. 4) Facilidad para obtener agua. 5) Concentración en sus aledaños de toda una gran diversidad de recursos aprovechables.

La aplicación de algunas de las premisas de la Arqueología de la Paisaje al estudio de la Cultura Castreña Soriana, no sólo nos ha proporcionado una visión más amplia de estas poblaciones, sino que además nos ha permitido dibujar algunas trazas sobre las realidades sociales que determinaron la conformación de este espacio geográfico, cuyos resultados deben ser considerados provisionales, a la espera de que se produzcan nuevas excavaciones en extensión que vayan levantando la espesa niebla que parece reposar sobre este periodo trascendental que sirve de base para entender la plenitud de la cultura celtibérica en el Alto Duero.


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[1] En este sentido hay que tener en cuenta las inversiones térmicas que se producen durante la noche en el entorno, que hacen que las temperaturas de los valles sean inferiores a las de las montañas donde se sitúan los yacimientos.


[2] No se han incluido El Pico (Cabrejas del Pinar), Alto del Arenal (San Leonardo) y Castillo Billido (Santa Maria de Hoyas), por presentar serias dudas de adscripción cronológica, pudiendo encuadrarse ya en el Celtibérico Pleno. Tampoco hemos contado con aquellos otros cuya verdadera existencia no está comprobada (El Collarizo de Carabantes).


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