Relatos

Ama Ana y la Cierva Blanca

(Cuento de Navidad)


CiervaBlanca


A mi bisabuelo se lo contó su padre. A mí, el mío.


Era una mañana de invierno, fría, pero de cielo despejado y luminoso. Los tres niños salieron del castro por el camino que atraviesa el bosque. Rompiendo la primera capa de hielo, hundían sus pies en la nieve hasta la rodilla dejando una huella limpia y perfecta. Esto les divertía y les hacía trotar. Sus voces y sus risas contrastaban con el llanto amargo que llegaba desde el poblado. Abandonaron el camino para perderse entre los árboles y en las pequeñas vaguadas donde la nieve era aún más profunda. Ni la sensación de sus manos heladas ni la de sus narices, enrojecidas y moqueantes, les distraía de la diversión. Bajaban y subían, y se volteaban sobre la sábana blanca, retándose entre ellos a peleas amistosas.


No habían perdido aún el horizonte del castro cuando, hecho el silencio y paralizados por el miedo, vieron cómo un lobo enorme corría a gran velocidad hacia ellos. Sorprendidos, temblorosos, el lobo pareció no haberlos visto cuando pasó a su lado aullando y gimiendo. Y, detrás de él, una preciosa cierva blanca que bramaba y hacía sonar sus pezuñas hasta parar en seco a escasa distancia de los muchachos. El color de su piel parecía fundirse con la nieve pero era aún más blanco y brillante. Firme, escultural, con su vientre agitado por la respiración, les observó desde sus ojos negros hasta que su cabeza se movió de arriba abajo repetidamente, como ordenándoles a salir de allí. Luego, giró sobre sí misma y, en apenas tres saltos, desapareció de su vista. Los niños se miraron alternativamente, con los ojos desorbitados por la incredulidad y la fascinación, y encogiendo los hombros salieron corriendo sobre sus pasos sin decir una palabra.


Cuando retomaron el camino, vieron al frente la figura de una mujer sentada sobre una roca de la orilla. El pelo que sobresalía de su capucha era blanco, bien peinado, y la capa oscura abultaba sus ropajes y portantes. Cabizbaja, pelaba y comía las bellotas asadas que iba extrayendo de un bolso de tela raída. La niña avanzó hacia ella mientras sus amigos guardaban una distancia de curiosidad y desconfianza. La anciana no levantó su mirada hasta que la niña habló:


- Buen día - dijo mientras se rascaba la cabeza.

- Buen día, hija… - contestó la señora.

Después de un breve silencio de observación, la mujer introdujo la mano en su bolso y la estiró colmada de bellotas:

- ¿Quieres?

La niña asintió con la cabeza, con una sonrisa. La mujer añadió:

- Dales un puñado a tus amigos…

Ellos acortaron la distancia y, ávidos, comenzaron a comer.

- ¿Es usted de la ciudad? - preguntó uno

La anciana enfiló sus ojos mientras negaba con rostro afable.

- ¿Es del pueblo de la Peña Alta? - interrogó la niña con gesto de intriga.

La mujer los miró uno por uno mientras decía:

- Vivo en el bosque, al abrigo de un desfiladero…

- ¿Usted sola? - preguntó el otro, manoseándose la oreja.

- Bueno, no siempre… - zanjó la anciana con mirada extraviada - ¿Quién llora en el poblado?

- Son la esposa y la hermana de Retógenes - apuntó la niña - su hija se muere… el cuerpo le arde y lleva dos días sin moverse apenas…

- ¡Vamos allá! - ordenó al tiempo que se incorporaba y acomodaba sus bultos - ¿me das la mano?

- ¡Claro! - contestó radiante la niña de trenzas largas.


AmaAna


Los chicos aceleraron el paso como si no pudieran respirar sin participar a los demás de sus últimas visiones. Kareka guiaba con delicadeza a la anciana hasta la puerta del hogar desde donde provenían los llantos. Se hizo el silencio cuando la mujer abrió y entró con una reverencia. Avanzó con sigilo entre las miradas impotentes. Con el reverso de sus dedos acarició la mejilla de la madre y, luego, puso la palma en la frente de la criatura.


- ¿Quién es usted? - preguntó la madre tras la neblina de sus ojos.

- Me llaman Ama Ana - susurró - Voy de camino, al valle del río grande. Allí hace menos frío.


Se volvió hacia la lumbre y de su zurrón sacó un cuenco de bronce brillante. Lo llenó con agua de la tinaja y lo acomodó entre las brasas. Cuando empezó a humear, echó un par de pizcos de semillas y yerbas extrañas que colgaban de su cuello en una bolsita de cuero. Al poco rato, en la estancia se respiraba un aroma fresco y estimulante. Pidió una vasija y tomó a la pequeña en sus brazos, dándole a beber la infusión con dificultad. Luego, la acostó desnuda junto a su madre y la cubrió con un recorte de piel blanca, fina y brillante. Ordenó sus cosas y, dejando la quietud detrás, se sentó a la entrada del chozo. Sacó después un cuchillo pequeño de entre sus ropas y comenzó a dibujar con él en un nudo de raíces.


El sol iba haciendo su camino en el cielo. Retógenes cortaba la leña detrás de la casa con golpes acompasados. Las mujeres entraban y salían, encogidas y con gesto preocupado. Otros trasegaban con el ganado y, poco más allá, se llevaba a cabo con euforia la matanza del cerdo.


Ama Ana no se movió de su asiento.

Ya la noche amenazaba con echarse deprisa, como cada día del invierno. Voces alborotadas rompieron repentinamente el silencio del interior. La madre llamaba a gritos a su esposo y a sus vecinas. Todos acudieron corriendo y entraron en la casa a tropel.


- ¡Me ha mirado…! - decía la madre entre sollozos de alegría

- ¡Me ha mirado y ha sonreído! - repitió


Stena levantaba sus brazos y sus piernas, moviendo de un lado a otro sus ojos brillantes. Observaron, respiraron, y después de unos instantes se miraron y se dirigieron a la puerta preguntándose por Ama Ana. No estaba. En su lugar había dejado tres muñecos con las cabezas de nudo de raíces y unos hatillos de tela de lino formando sus cuerpos. Los niños los recogieron y salieron corriendo hacia el camino que atraviesa el bosque, siguiendo las huellas, y se detuvieron en el lugar donde éstas se confundían con otras de animales, dando por perdido el rastro. Oyeron un ruido de arbustos un poco más arriba, y allí estaba ella. Erguida, esbelta, fijaba su mirada antes de mover la cabeza de arriba abajo repetidamente y de desaparecer en no más de tres saltos.


Retógenes y los demás llegaron detrás, con la sola idea de agradecer a la vieja la sanación. Y volvieron a responder con incredulidad cuando los niños les dijeron que habían visto a la cierva blanca. Sin embargo, más tarde, en cada una de sus cacerías pensaban en la posibilidad de encontrarla en el bosque. Nunca la vieron. Tampoco a Ama Ana. Y llegaron a la conclusión, y así lo transmitieron de generación en generación, de que la cierva y la anciana tenían la facultad de transformarse, de aparecer y desaparecer, y la voluntad de hacer el bien.


Desde entonces, los niños pelendones esperan con emoción, en la noche de invierno, la visita de Ama Ana y de la cierva blanca, aunque no puedan verlas, sólo imaginarlas.


AnayCierva

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