Relatos

El Árbol del Paraíso


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Le costó llegar a Alvar. Desde los montes de San Millán de la Cogolla tuvo que transitar vacíos fronterizos donde los moros acechaban. Le sorprendió aquella vista inconfundible, un otero cubierto de quejigos destacando entre la penillanura de garriga y labrantíos. Había sido enviado para supervisar la frontera y no había visto cosa parecida. En su expedición se había topado con inseguridad, vestigios de razias y saqueos, había palpado el miedo impreso en los rostros y la sombra de hados negros planeando por aldeas y alquerías… Aquel otero respiraba paz, seguridad y confianza, eso le indicaba el instinto. Se acercó con sigilo hasta la ermita -un guerrero no confía en nada ni en nadie-, hasta que el abad salió a su encuentro con abrazo sincero; Fruela lo regalaba a todos los visitantes, ricos, pobres, soldados, campesinos, mercaderes, peregrinos, fieles a Cristo, a Alá o a Yavé.


Al líder de los monjes este visitante le había caído especialmente simpático; como él, procedía de los montes Distercios y se expresaba en el dinámico romance de la zona, un crisol de vocablos navarro-aragoneses, riojanos y castellanos acrisolados en la fonética vascuence. Acomodaron al huésped en el mejor aposento, brindándole agua para calmar la sed y limpiar el sudor, al tiempo que ordenara a los hermanos cuidar de su caballo. Cuando se hubo reconfortado, Fruela le invitó a unirse al rezo de vísperas en la iglesia: Alvar entró por vez primera en aquel singular espacio que más que un templo se le antojaba prefiguración del paraíso. En la cena, frugal pero sabrosa, el guerrero castellano compartió con sus anfitriones esa impresión, de la que se congratularon sobremanera los monjes, pues eran más bien pocos quienes se percataban de su intencionalidad constructiva.


Ellos eran los guardianes del paraíso, los centinelas de Dios en esa tierra de nadie. Fruela contó a Alvar, ante el fuego que templaba el frescor septembrino, que habían levantado el pabellón del cenobio con la ayuda de esmerados alarifes musulmanes, quienes moraban por aquellas riberas del alto Duero que fueron suyas durante centurias. Revelaba el hermano Ataulfo, el más experto en trazas constructivas, que habían seguido en el diseño de la fábrica y su entorno las enseñanzas de los textos revelados, pero, ante todo, insistía con una convicción visionaria, que habían sido fieles al aliento de su imaginación.


Alvar se retiró a su lecho, pero antes se paseó por el cerro abducido por las estrellas que parecía que se le iban a caer encima. Sintió aquel lugar como un remanso de paz en medio del fragor de tantas batallas que se habían librado y se libraban en el entorno. Era un refugio en medio de la turbación, una isla forestal en un océano devastado. Sin duda, aquellos fratres llevaban años cuidando de ese manto de robles que escoltaba el manantial y la cueva, espacio singular que los lugareños de Berlanga -le había desvelado el hermano Virgilio- consideraban sagrado desde esos tiempos inmemoriales en que las gentes paganas adoraban dioses extraños ligados a las fuerzas de la naturaleza… No sabía Alvar, ni tampoco los hermanos, ni siquiera los aldeanos del entorno, que allí se había consagrado un nemeton, un bosque donde habitaban las divinidades de los arévacos. Quizá aquellos hombres y mujeres de la Antigüedad también sintonizaron con la peculiar energía de aquel emplazamiento en un momento en que no fuera el relicto vegetal en que las guerras y saqueos lo habían convertido. Algo tenía aquella montaña engalanada de quercus que, casi sin interrupción, había ido encadenando sucesivas energías sacras. Contaba la tradición, seguía Virgilio su relato, que fue colonizada por eremitas cristianos antes de que en esos pagos se invocara el nombre de Alá; aquellos hombres austeros y solitarios se mantuvieron allí alabando a Cristo, a la Virgen y a los santos. Fueron siempre respetados, a pesar de que aquellas soledades durienses eran la muga más disputada, el teatro de operaciones más sangriento de la península. Fruela enhebró con la narración de Virgilio: ejércitos asturianos, leoneses, castellanos, navarros y aragoneses se pasearon por las inmediaciones de Berlanga para litigar entre ellos o contra los sarracenos que allí habían erigido una fortaleza. El Duero fue una cinta de sangre cristiana y musulmana; él mismo, confesó, había conocido esos últimos coletazos bélicos, que todavía no habían cesado, pues la amenaza almorávide estaba ahí, acechando.


La agonía del fuego marcó el momento de retirarse a reposar. Alvar quiso alargar su plática silenciosa con el firmamento y, tras culminar, como todas las noches, un padrenuestro en la lengua de sus ancestros vascos, un triple relincho de su alazán lo puso en guardia, empuñó la espada y se agazapó tras un roble. Oyó pasos, luego distinguió las sombras armadas que parecían aproximarse con aviesas intenciones. Les franqueó el paso y cruzó los aceros con quienes, rodeándole, ponían en jaque su vida pese a su destreza. Cuando se creía ya perdido, le pareció ver que uno de los asaltantes caía inerte tras él, y luego otro; Fruela los había despachado con su espada y los otros dos huyeron colina abajo como poseídos por una cohorte de demonios.


- De buena me habéis librado; nunca vi un abad tan diestro con los fierros.

- Fui guerrero antes que fraile…

- Deo gratia.


El hermano Fulgencio, que había secundado con un garrote al abad espadachín, se quedó de guardia mientras lucieran las estrellas y los hermanos se abandonaban plácidamente al sueño. Estaban acostumbrados a este tipo de sobresaltos y confiaban en la mano protectora del Señor, como una vez más se había demostrado esa noche… Alvar, que no tenía tanta fe, durmió ojo avizor


Tras los laúdes, en los que rogaron por el alma de los dos asaltantes, los eremitas los inhumaron, con la cabeza hacia poniente, para que se levantaran con la vista hacia el sol naciente en la definitiva venida del Redentor.


- No merecen cristiana sepultura, quienes no respetan los mandamientos.

- La misericordia de Dios es inconmensurable, Alvar. Respondió Ataulfo mientras coronaba las tumbas con sendas cruces de madera.


Fruela hizo un aparte con el guerrero para confiarle que habían levantado este habitáculo para alabar a Nuestro Señor en comunidad, con una entrega virtuosa en el día a día bajo la regla de San Fructuoso. Consagrarían el edificio a San Baudilio, que había sido martirizado en Nîmes por los romanos por defender su fe, como tantos otros que ahora seguían su suerte en la cruzada contra los sarracenos. Le reveló algo de su pasado, cómo había conocido la vida monástica comunitaria en el cenobio de San Millán de la Cogolla. Había admirado allí, en la fragosa belleza de los montes Distercios que los vieron nacer, el eco ejemplarizante del pastor Emiliano, “aunque no fue aquello lo que realmente azuzó mi fe...”. Y entonces lo llevó a una recóndita estancia, le rogó que esperara y trajo acunado entre sus brazos la joya más preciada del monasterio, custodiada con celo de posibles saqueos. “Fue esto lo que alentó mi afán por entregarme a Cristo”. Depositó sobre sólida mesa de quejigo un objeto pesado, dejó pasar la luz de un ventanuco hasta entonces entornado y se iluminó el códice que, al abrirlo, estalló en inconfundible cromatismo. “¡Un beato!”, se sorprendió Alvar, “¡he admirado tanto cómo los iluminan en San Millán de Suso!”.


- Alvar, ambos, como guerreros, sabemos que lo que aquí se refleja en deslumbrante colorido y expresivos trazos es la terrible realidad humana.


- No lo dudéis. De niño me parecieron estampas fantasiosas, pero no tardaría en descubrir que la Bestia de Siete Cabezas o los Siete Jinetes pululan por estas extremaduras.


Salieron al exterior, hacía un día claro y luminoso del final del verano. Alvar le señaló al abad unos fuegos en lontananza. “Razias, Dios sabe si de cristianos o de moros, el mal nuestro de cada día…”, certificó Fruela. Avanzada la tarde, el guerrero, con permiso de la autoridad, prendió tres fuegos en línea en lo alto de la colina. El abad soldado sabía que eran señales y durante la liturgia de las vísperas rogó a Dios que fueran para la gloria de su nombre. Recién nacido el sol, una mesnada a caballo ascendía la colina; la mirada confiada de Alvar tranquilizó al abad.


Rodrigo, que así confesó llamarse el jefe de los recién llegados, tras descabalgar y liberarse del yelmo, abrazó a Alvar con efusión; este le presentó al abad entre grandes halagos que el caballero infanzón refrendó tendiéndole los brazos. Fruela, por fin, lo reconoció; Sidi le llamaban y la fama de sus hazañas estaba expandiéndose entre las gentes de Castilla, pese a que no parecía gozar del favor del rey Alfonso. Compartió con los monjes Rodrigo la hora intermedia y el almuerzo. Le brindaron cobijo, pero él prefirió acampar con sus hombres -con ellos compartía sangre, penurias y botines- entre los robles. Le mostraron el templo y aquel conocido guerrero ponderó la osadía edilicia con tal conocimiento que sorprendió al propio Fruela, que se preciaba entendido de la arquitectura. Rodrigo Díaz conocía bien la Aljafería y manifestó que allí alcanzaba a escuchar sus ecos, vislumbrar algo de su refinamiento y -lo que más sorprendió al monje- “el palpito sagrado del álgebra”. “Contamos con alarifes musulmanes que conocían el arte taifa”, le reveló el abad. Éste, en vísperas compartidas entre su venerable huésped y el nutrido auditorio de guerreros y frailes, quiso desvelar en una especial plegaria el misterio de la obra que ahora los cobijaba:


“Te damos gracias, Señor, porque nos permitido a tus siervos, construir este nuestro pequeño paraíso. La armonía del universo se puede recrear con cantos y argamasa. Quedan lejanos los tiempos en que lóbregas cuevas desnudas bastaban para alabarte, merece ahora tu nombre ser aclamado desde un santuario que imite la belleza del universo que has creado. Todo lo envuelve la guerra y la devastación, todo es sufrimiento en derredor, pero aquí se ensalza tu nombre, aquí acampa la paz que predicaste en Galilea, Señor. La palmera vertebra nuestro refugio, ese árbol del paraíso consagrado en la Biblia y en el Corán. Sus palmas abiertas soportan la cubierta, que es la bóveda del cielo. En la tribuna hemos recreado la montaña bendecida que nos acerca a Dios, desde donde elevamos nuestras humildes plegarias… Y sota la tribuna, las columnas de la mezquitilla recrean ese bosque que nos protege en el exterior. Bajo esas columnillas, oh Señor, tus siervos buscamos una intimidad que en el verano también hallan entre los quejigos que unen la tierra y el cielo”.


Departieron en la cena Fruela, Alvar y el caudillo con enorme complicidad mientras daban cuenta de un cordero arrebatado a los enemigos de la fe. Todos eran hijos de aquella frontera, habían combatido a los musulmanes y, sobre todo Sidi y el abad, admiraban su cultura y chapurreaban su habla; les fascinaba particularmente aquel arte edilicio sustentado en un álgebra que era cifrada expresión de los designios divinos. Al filo del amanecer, Ruy se aproximó al templo a orar; se topó entonces con algo que le asombró: dos monjes encaramados en una escala portátil ayudaban a salir del minúsculo cubículo a otro hermano que había resistido dos días en ayuno y oración, allí acurrucado, fundido con la bóveda que remeda el cielo. Llegó Fruela al final del tránsito y le reveló al caudillo que esa era la culminación de los ritos de iluminación en torno al inspirador árbol sagrado… “Ese eremita ha iniciado su primer grado de retiro iluminador en la nave, de ahí pasó a la caverna, a la que se accede por el lado sur del templo, lo que permitiría al hermano conectar con las entrañas de la tierra; a partir de aquí se agudizaba la elevación espiritual del tercer grado, recluyéndose el neófito en la cámara adosada al pilar central con acceso desde la tribuna: era la conexión directa con el Árbol de la Vida, como Simeón el Estilita; y de allí al lugar que estáis contemplando ahora, en una rama de la palmera que lo equipara con nuestro Señor, que también quedó colgado de un madero del mítico arbol. El gran guerrero, todavía estupefacto, mientras se rezaban los maitines siguió escudriñando con la mirada aquellos singulares cubículos de reclusión, y sintió deseos de cambiar su destino por el de aquellos fratres. Recogido el campamento, la mesnada estaba de partida, aunque una parte del espíritu indagador del Cid se había quedado allí para siempre. El abrazo entre guerreros y monjes fue entrañable y cómplice, especialmente entre Fruela y Rodrigo: ”Dios te bendiga, Sidi”. “Contigo vaya siempre, querido Fruela, cuida de esta maravilla”.


En un monasterio de las lejanías leonesas Martino culminaba por esas mismas fechas las esplendorosas miniaturas de su beato, siendo el Apocalipsis evocado con arquitecturas de ecos orientales, similares a las que levantaban Fruela y los suyos. Lo concluyó en 1086, cuando todavía resonaban los sones milenaristas y, aunque Alfonso VI acababa de conquistar Toledo, las acechantes hordas almorávides recordaban que el fin del mundo podía llegar en cualquier momento. En un mapamundi, inspirado por la sabiduría del clérigo Pedro, había representado Martino, en el mismísimo ombligo de la Tierra, el Jardín del Edén. Fruela y los suyos lo habían recreado en la “frontera de las fronteras” para mayor gloria del Redentor. Años después, quiso el destino que ese paraíso iluminado en colores recalara al costado de Berlanga, en la Biblioteca Capitular de la catedral del Burgo de Osma. Pero antes que eso acaeciera, un juglar de San Esteban de Gormaz, que seguía la pista de Mío Cid para dar vida a un poema sobre sus gestas ya legendarias, visitó el cenobio de San Baudelio sorprendiéndose sobremanera por el parentesco entre las miniaturas del beato de Martino allí depositado y las formas de la ermita. Esa noche, tras aceptar de buen grado la hospitalidad de los hermanos, le asaltó un sueño en los colores y formas del beato, tan vívido y tan misterioso que, quizá por ello, no se atrevería a reproducirlo en su cantar: vislumbró allí a su héroe, dichoso y relajado, admirando profundamente la lírica algebraica de aquella arquitectura, lo vio también en el cubículo de la palmera, en posición fetal, sintiéndose, por única vez en su ajetreada existencia, en el mismísimo paraíso.


Hernán Ruíz

@aaceltiberia


(Avance del libro de relatos "Celtiberia")


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