Relatos

EN EL HADES


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Después de tres fracasos inútiles por conquistar la ciudad junto al río Durius conocida por todos como Numantia por parte de los cónsules Q. Pompeyo, M. Popilio Laenas y C. Hostilio Mancino, el cual no sólo no pudo conquistar la ciudad, sino que fue rodeado por los numantinos, por lo que tuvo que pedir la capitulación, lo que produjo en el Senado de Roma, y conforme al derecho fecial, que el mismísimo cónsul fuese desnudado, atadas sus manos y presentado ante las puertas de las mismas puertas de Numantia, sin que los indígenas aceptaran esta rendición ignominiosa, han pasado tres años de tregua en los que Roma ha resuelto otros temas más importantes, como la lucha contra los vacceos.


Pasados los tres años después de la humillante exposición del cónsul Mancino, hemos llegado a Hispania bajo las órdenes del cónsul P. Cornelio Escipión Emiliano, el vencedor de Cartago. Su imagen es, pese a su fama, pacífica y serena, sin ningún rastro de belicosidad o de fiereza. Su presencia ha llenado de gozo mi anhelante para la lucha pecho. Al llegar al campamento junto a la ciudad, el verano se nos ha echado encima; pero los 50.000 soldados, ávidos de lucha, hemos sido movilizados sin pausa para castigar a los vacceos, territorio que queda a la espalda de Numantia. Polibio, un soldado con el que he trabado una íntima amistad, se ha destacado por su fiereza. Cuando llegó al campamento, venía cubierto de sangre. Avisado por un soldado, se quitó un trozo de oreja enemiga que se le había quedado pegada al pelo. Aquello fue divertido.


Nuestro cónsul ha sabido cortar el suministro de víveres a la ciudad e impedir que ésta reciba ayuda por el río Durius, para lo cual ha mandado cortar el paso del río mediante la construcción de presas. Hasta ahora el tiempo ha sido benévolo con nosotros. Júpiter nos guía con recta mano.


Tras quince meses de sitio, en los cuales los habitantes de Numantia han intentado llegar con nosotros a una paz sin resultados, pues Escipión Emiliano sólo ha aceptado la paz sin condiciones, nos aburrimos. Mañana el cónsul nos ha ordenado entrar al asalto.


Hoy hemos entrado. Ahora que arde la ciudad y Escipión Emiliano yace en su tienda, cuando Apolo recoge el sol con su carro y el trigo se adormece bajo tranquilas oleadas mecidas por el suave Céfiro, ahora en mi tienda intento ordenar mis pensamientos. Lo que he visto ha dejado honda huella en mi pecho.


A la mañana, cuando soplaba un poco el Bóreas y las armaduras restallaban con sus metálicos sonidos, las espadas envainadas y el cuero de nuestras sandalias se empapaba con el polvo del reseco campamento, fuimos ordenados entrar en la ciudad fantasma. Utilizados los arietes, entré bajo el mando del tribuno C. Claudio, pariente del cónsul. Pasamos el pórtico desértico a través del cual pude ver dos ratas a la carrera zigzagueando hasta llegar a la fuente de la plaza de la ciudad. Allí encontramos un cementerio humano. Sus bocas abiertas, sus pechos desnudos, sus heridas abiertas bajo las dagas durmientes y ensangrentadas. El eco a muerte asoló mis oídos. Nadie hablaba. Un soldado a mi derecha comenzó a vomitar, pues el hedor a putrefacción era hiriente a los ojos. Aquello era un festín que las ratas no estaban dejando pasar fácilmente.


Entonces, penetramos por la calle principal hasta que fui ordenado, junto con otros dos soldados, entrar en una de las casas junto a lo que antes fuera una fragua. El que iba por delante mía empujó la puerta y entramos hasta la sala principal, pero no vimos nada. Podíamos escuchar los gritos de las órdenes que se daban para asaltar la ciudad espectral. Yo, presa de la turbación, subí hasta la planta superior; las piedras de las paredes parecían insultarme mascullando. Al empujar la puerta de la primera habitación, me encontré con una madre y su bebé muertos en la cama. El bebé había muerto de hambre, sus labios estaban desgarrados por el dolor de la agonía. La madre, su pierna derecha enrollada entre las blancas sábanas, era la viva imagen de la desesperación y del horror.


Me acerqué a ella magnetizado por el espanto. Rodeé la cama hasta enfrentarme al cuerpo de la mujer, cuyo pelo negro alborotado le caía hasta el pecho blanquecino, en donde tenía clavado una daga cuyo puño estaba decorado con signos celtíberos simbolizando dos ojos grandes y fieros. En medio del silencio de la muerte, una rata salió desde debajo de la cama y se cruzó bajo mis pies, por lo cual exhalé un desgarrador grito de pánico. Mi querido Casio subió pertrechado para la lucha al escuchar mi grito. Entró en las estancias y se tapó la boca. Ambos nos miramos. Luego, escuchamos cómo el tribuno daba orden de incendiar la ciudad. Estábamos en el mismo infierno. Como el mismísimo Ulises, habíamos entrado vivos en el infierno pero, nosotros, nunca más volveríamos a ser los mismos. Viviremos con las ratas y veremos cómo ellas vendrán a devorarnos a nosotros, pobres mortales orgullosos.


Nunca saldremos de esta Troya ibérica.


Ricardo Mena Cuevas

(Málaga, 1975. Abogado)

De www.letralia.com


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